Mariúpol: 23 días en el infierno. Mi historia

Mariúpol: 23 días en el infierno. Mi historia

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Sobre cómo sobrevivimos, qué comimos y dónde nos escondimos en la Mariúpol sitiada

… Estábamos acurrucados en el estrecho pasillo de la jrushchovka de mis padres. Éramos tres: mamá, papá y yo. El rugido de un avión enemigo nos hizo tirarnos al piso y rezar. La primera explosión. La casa tembló. La segunda explosión. Un golpe sordo en la puerta y el repiqueteo de cristales rotos. Mis padres me cubrieron de ellos mismos, los ríos de lágrimas corrían por mi rostro, mi mano temblaba insidiosamente y luego pensé: ¿Es el final?

Nací y crecí en Mariúpol. Me mudé a Kyiv cuando tenía 17 años, pero generalmente pasaba mis vacaciones en mi ciudad natal. A mediados de febrero hice la maleta y me fui al mar "a curarme los nervios". Así me encontré en Mariúpol, donde pasé los días más terribles de mi vida, incluidos 23 días bajo tierra.

Guerra. Comienzo

La noche del 24 de febrero tuve un sueño: la ciudad está rodeada, el pánico y el miedo están por todas partes. Los autobuses de evacuación llegan a los edificios residenciales. Se escuchan disparos y salvas de armas pesadas. Corro por el apartamento en busca de documentos y de repente me despierto. Abriendo el feed de noticias, ya sabía qué titulares iba a ver. "¿Por qué no te fuiste inmediatamente? ¿Por qué te quedaste en Mariúpol?, me preguntarán más tarde. No creía que el sueño se convertiría en realidad.

En los primeros días, Mariúpol se quedó sin electricidad: se cortaron las líneas de alto voltaje. La comunicación inalámbrica todavía estaba disponible, pero pronto también desapareció. Las calles se sumieron en la oscuridad por la noche, se apagó la calefacción, dormimos con abrigos de piel y nos envolvimos en mantas. Más tarde cortaron el agua y el gas. Los saqueadores salieron de todas las grietas, robando tiendas, farmacias y quioscos. Todo, donde pudieran conseguir algo. Robaron balones deportivos, juguetes de niños, muletas. Sacaron la comida en carros, llenaron los maleteros hasta el borde. Arrancaron descaradamente las etiquetas magnéticas de la ropa en plena calle. En la cortina protectora de una de las farmacias, alguien escribió con un rotulador rojo, llamando a la conciencia: "Gente, todavía tenemos que vivir aquí".

Foto: Evgeniy Maloletka

La comida se cocinaba al fuego abierto. Ya entonces, los patios de Mariúpol parecían escenarios vivos para películas sobre el apocalipsis. Las colas más largas se formaban para el agua, todavía había un mercado mayorista donde se podían comprar verduras, frutas y queso. No había pan por ningún lado.

Aquellos, cuyas ventanas no se rompieron, las sellaban con cinta adhesiva. Y algunos esperaban en Dios y ponían iconos en los balcones. Las sirenas sonaron incesantemente durante días. Y luego se callaron. Para siempre. El 9 de marzo, los rusos lanzaron bombas aéreas sobre el quinto edificio de la Universidad Técnica Estatal de Pryazovia, a doscientos metros de nuestra casa. Fueron estas explosiones las que sobrevivimos mientras nos escondíamos en el pasillo. La onda expansiva fue tan fuerte que rompió las ventanas y destruyó los balcones de un edificio vecino. Decidimos pasar la noche en un refugio antiaéreo.

El 5º edificio de la Universidad Técnica Estatal de Pryazovia. Foto: Inna Lapina.

Bajo tierra

Aire viciado, pasillos estrechos y oscuridad impenetrable. Había tanta gente en el refugio antibombas que era difícil respirar. Las personas mayores estaban acostadas en las mesas, mientras que los más jóvenes estaban apoyados en las paredes o sentados en cajas. No teníamos suficiente espacio. Daba mendo regresar al apartamento, el instinto de supervivencia nos decía que buscábamos refugio. Recorrimos todos los edificios de la Universidad, la gente ocupó las plantas bajas y los sótanos. Todos estaban enojados y asustados. Nos rechazaron en todas partes.

Desesperados, decidimos regresar al segundo edificio y pasar la noche en las escaleras. Una mujer salió corriendo a nuestro encuentro y dijo que se había abierto un refugio antibombas abandonado. En el interior, había paredes y piso de concreto desnudos, y también el frío espeluznante, que hizo que la sangre se helara en las venas.  Nuestros vecinos eran una familia con una hija discapacitada. Papá llevó a la niña en sus brazos, la niña no podía moverse por sí misma. Su madre le llamó cariñosamente a la niña "kotya" (gatita). Para “kotya" y sus padres, el sótano frío fue el tercer refugio, huyeron del 23º distrito en Mariúpol a su tío en el centro "tranquilo", pero la guerra los alcanzó aquí.

La gente de otros edificios comenzó a llegar a nuestro refugio en una “excursión”. Los hombres comprobaron de inmediato si había una salida adicional en caso de que la principal se derrumbara.  Ninguno se quedó aquí. El frío y la falta de condiciones les daban miedo. No pegamos ojo en toda la noche. Para calentarnos, dábamos vueltas en círculos y hablábamos. Parecía que ya no puede haber una noche peor que esta. Ninguno de nosotros supuso en ese momento que pasaríamos otros 22 días bajo tierra.

“Máscaras antigás”

Por la mañana, el frío venció al miedo, las explosiones amainaron y corrimos a casa. Y de nuevo, un ataque aéreo en el centro de la ciudad. Y de nuevo, nos acurrucamos juntos en un pasillo estrecho, rogando a Dios por la salvación. La muerte pasó volando, pero ya no queríamos jugar más con ella.

Comprendimos que no teníamos posibilidad de sobrevivir en el quinto piso de la jrushchovka de ladrillos. Tomando mantas y sillas de playa plegables, regresamos al refugio. Esta vez tuvimos más suerte, la gente seguía llegando y los guardias de seguridad de la universidad abrieron dos habitaciones sótanos más cerca del refugio antiaéreo, conectados por un estrecho pasillo. Ocupamos la primera, que no tenía ventanas. Las máscaras antigás se almacenaban en estantes de madera a lo largo de las paredes (más tarde, nuestra habitación se llamó "máscaras antigás"), hubo carteles de la era soviética en las paredes que "enseñaban" cómo usarlas correctamente. Había 15 personas hacinadas en una habitación de diez metros. Cuatro niños, once adultos.

Olena, de 8 años, y sus tres hermanos (el menor tenía 10 meses, los mayores tenían 13 y 16 años), mamá, papá y abuela llegaron al sótano después de que un fragmento de proyectil impactara en su casa y rompiera el techo sobre el cuarto de los niños. Su abuela estaba allí en ese momento. Galyna Vasylivna resultó herida, su hijo la sacó de debajo de los escombros. Corrieron al refugio antiaéreo de la Universidad, agarrando papillas para bebé, documentos y bolsas con cosas. Corrieron, con las balas y los Grad volando sobre sus cabezas, y cuando fue realmente aterrador, se tiraron al suelo bajo los abetos.

Los primeros días Olena apenas habló. Vio un libro que tenía y me pidió que se lo leyera en voz alta. Así, sentada en el sótano e iluminándome con una linterna, le leí a la niña de ocho años las novelas de Balzac: Eugenia Grandet y La mujer de treinta años. Posteriormente, inventamos una nueva actividad para ella: la niña dibujaba con lápiz de grafito en la pared: una nueva casa, con habitaciones para los hermanos y los padres, el gato Baksik, rosas alrededor de la casa. Antes de la guerra bailaba, cantaba y asistía a la escuela de arte. Cuando se le pasó el primer susto, resultó que Olena era una niña juguetona y habladora que nos revelaba secretos familiares.

Foto: Evgeniy Maloletka

Bloqueo

En la novela que leímos con Olena, un padre severo confino a Eugenia Grandet en su habitación dándole solo pan y agua. En ese momento, no habíamos visto pan durante más de dos semanas. Mariúpol ha estado sitiada desde principios de marzo. En los primeros días, la ayuda humanitaria todavía llegaba a la universidad, recibimos "migas": una vez, dos cajas de galletas y nueces glaseadas, la segunda, dos bloques de maíz y guisantes enlatados, y una vez más, recibimos una bolsa de pelmenis y 15 cheburekis congelados.

Luego, para sobrevivir, cocinábamos una balanda: un puñado de grano (arroz o mijo) o pasta, tres patatas, vegetales enlatados se pusieron en el agua. Añadimos sal y aceite vegetal. No lavábamos la cacerola para que quedara la grasa, y no había nada especial con que lavar. A veces freíamos patatas y tortitas con harina y agua, y varias veces las gachas de arroz vinieron al rescate. Las porciones eran escasas: en los mejores días, teníamos un plato de caldo de pescado, en los peores, una cucharada de maíz por persona. Los niños lamían los platos. Había rumores de que ya se estaban cazando y comiendo palomas en los sótanos vecinos.

En el territorio de la universidad encontramos platos y cucharas. Las hogueras se encendían primero en el patio, y cuando las llegadas (de misiles) se hacían regulares, cerca de las escaleras de la planta baja.

Los niños mayores, Ilya y Gena, llevaron un diario de la guerra y anotaron lo que comerían cuando salieran del sótano.

El agua valía su peso en oro. Lo cambiamos por otra cosa, lo buscamos, lo ahorramos. La empresa local de abastecimiento de agua traía agua hasta que comenzaron los enfrentamientos callejeros: se llenaron de agua enormes tanques, que se instalaron en el 3er edificio de la Universidad.  Varias veces los hombres, arriesgando sus vidas, fueron al parque de la ciudad a recoger agua de un manantial. Había cadáveres de personas con botellas de plástico tiradas en el camino; algunos no lograron traer agua. La suspensión oxidada fluía de los radiadores de calefacción, se usaba para lavarse las manos. Para ello, también derretimos la nieve.

"Siempre me preguntaba cuando veía películas de guerra por qué tenían las manos tan sucias, y ahora las tengo yo misma", me dijo mi madre, tratando de limpiarse los dedos ennegrecidos por el polvo y el hollín.

Foto: AA

La mitad de residentes de la ciudad se quedaron sin hogar

Estábamos a unos 20 metros de nuestra casa. Debido a los constantes bombardeos, mi madre y yo no salíamos del refugio, mi padre se arriesgaba a correr al apartamento para alimentar al gato y traer los restos de las provisiones de antes de la guerra. Cada vez que no sabíamos si nos volveríamos a ver. Un día no volvió por mucho tiempo. El toque de queda ya había comenzado, así que decidimos encontrarlo. "Señoras desesperadas", nos dijo alguien.

Volvimos tres veces. Cuando los disparos de ametralladoras amainaron, corrimos a la carretera. No podía creer lo que veía, parecía que me metí en un juego de computadora y estaba pasando al siguiente nivel. Calle destrozada, autos quemados, cables eléctricos colgando, cristales y marcos de ventanas por todas partes. Afortunadamente, regresamos con nuestro papá al refugio antibombas. Resultó que escuchó un tiroteo en el patio y decidió pasar la noche en el apartamento.

A propósito, esta fue la última vez que vi nuestro apartamento relativamente intacto. En pocos días, ya había un agujero en el techo de la casa, una habitación fue completamente demolida y todas las paredes de otras habitaciones fueron demolidas. Rusia hizo una "replanificación" gratuita y adjuntó nuestro apartamento con el del vecino. En el fondo de nuestros corazones, nos despedimos de nuestro hogar por adelantado. Todos los días en el refugio antiaéreo, escuchábamos historias de testigos oculares sobre cómo los edificios de nueve pisos con personas se quemaron hasta los cimientos, cómo bombardearon con morteros las stalinkas y jrushchovkas.

Nuestra casa. La foto fue tomada por vecinos a principios de mayo

Cierro los ojos y veo como la casa de enfrente se incendia como un fósforo. La gente de los pisos superiores corría a los balcones y pedía ayuda". “Aún puedo escuchar la cerca del vecino chirriando sobre el asfalto, y en lugar de una casa veo ruinas". Y hay miles de historias así. “La mitad de la ciudad fue destruida, la mitad de los residentes de la ciudad quedaron sin hogar”, dijeron con tristeza nuestros vecinos.

Edificio vecino

En el sótano, cada día siguiente era similar al anterior: miedo constante, hambre, sed y frío. Los ojos se acostumbraron a la oscuridad, a veces no entendíamos cuando la noche cambiaba la mañana. Dormíamos sentados, los niños dormían en los estantes donde se almacenaban las máscaras antigás. Los ancianos no podían soportarlo y morían: los cuerpos eran sacados a la calle y dejados inmediatamente en el territorio de la universidad. Malos pensamientos se deslizaban en mi cabeza: sería mejor que me mataran de inmediato en lugar de torturarme.

Continuará...

Zara Maksimova

SM


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